Salí desde Auckland a Bali un Martes por la madrugada. Por ese entonces yo estaba visitando una amiga kiwi que, amablemente, me alojaba los últimos días antes de mi travesía, por lo que tuve que salir bien temprano.
A veces uno se da cuenta del impacto que ciertas experiencias tienen en uno en el momento exacto en que suceden. Algo así me aconteció apenas llegué a mi primer destino, Bali. Al llegar a esta isla de Indonesia los colores, la música y la tradición hindú-balinés calaron profundamente en mi entendimiento del todo. Especialmente desde mi visión occidental-latina que, cargada de pre conceptos, pero a la vez dispuesta a dejarse llevar por el camino, fue adentrándose en las diferentes culturas de esa parte del mundo.
Hoy, en tiempos de pandemia, en dónde las fronteras están a la vez cerradas y desdibujadas a la vez, parece fácil reflexionar sobre la conexión de todo con el todo. Creo que la idea de Aldea Global se comprende recién hoy un poco más, manifestada en hechos concretos en donde la realidad nos sacude inesperadamente.
Sin embargo, ya en ese entonces y por algún motivo extraño, logré experimentar una sensación de gratitud al hacerme consciente de la inmensidad del mundo y darme cuenta de que las lejanías y diferencias eran reales pero ficticias en su esencia.
De esta manera me adentré en esta isla empapada de templos hindúes, en donde la religión y la espiritualidad atraviesan las distintas aristas del entramado social. Todo esto sin dejar de lado el contexto de efervescente consumismo del lugar, que acelerado por el creciente turismo de países vecinos como Australia van re-moldeando la sociedad.
Todavía recuerdo el preciso momento en que ese impacto se “materializó” en consciencia pura, fueron apenas unos segundos, yo iba en una moto, mi chofer designado, Diron, manejaba y yo detrás iba admirando lo que veía.
Estábamos yendo al templo de Uluwuatu a ver la ceremonia del Kecak (Una antiguo Baile-Ritual tradicional en Bali).
Ese momento de realización consciente se podría decir que fue una suerte de premonición iniciática de lo que sería mi periplo por el sudeste asiático. Una moto andando a toda velocidad atravesando una ciudad condensaba en tráfico, personas, vehículos y bocinas, que se mezclaban en una humedad omnipresente que todo lo envolvía.
La aceleración ondulante de la moto esquivaba todo con destreza en un movimiento cuasi orgánico con las otras piezas de la trama vehicular. Pero era más que eso, mientras atravesábamos la isla convergíamos con la extraordinaria exaltación de todos los sentidos.
Allí estaban, gigantes estatuas y monumentos de dioses hindúes que decoraban diferentes esquinas e intersecciones del camino, mientras tanto el movimiento lo barría todo. La humedad nos perseguía mientras los perfumes de los mercados y puestos de comida callejera se adentraban en mi cuerpo. Yo intentaba retener la esencia mística del momento iniciático, de ese instante sagrado de felicidad plena, un instante efímero en donde se circunscribían acciones de una escena surrealista.
Un mar de motocicletas fluían en varias direcciones, éramos solo una gota más en ese océano de movimiento. De repente pude ver como una enorme estatua del héroe hindú Arjuna nos escoltaba y apuntaba con su arco en dirección al sol que bajaba lentamente por el horizonte mientras un avión aterrizaba traspasando el rojo de la tarde. La irreal escena transcurría en el devenir mientras la moto atravesaba el camino y llegábamos finalmente al templo de Uluwuatu.
El sol ya caía sobre el mar y una sensación de contemplación plena se cristalizó. Y ahí estaba yo, por primera vez experimentando la vivencia del viaje en un entendimiento de estos momentos como atisbos previos a relatos que se convertirían en historias, como esta.
La ceremonia comenzaba.