Me quiero dormir, estoy cansado, pero la exaltación de viajar se va mezclando con la tranquilidad que me da la tenue luz entrando por la ventana. Me encuentro en un cuarto de tren viajando por Vietnam.

Mi camino empezó en el sur del país, ahora estoy cruzando líneas imposibles de atravesar en otras viejas épocas de conflictos. Me dan ganas de escribir y saco la libreta.

Estoy contento, voy viajando en una pieza de seis camas en la que vamos solo tres personas, ellos son una pareja de locales que viajan hacia el norte, él es un comerciante que tiene un negocio en Nha Trang. Ella tiene un problema en los ojos que me llama la atención, usa unas gafas protectoras y cada tanto se coloca unas gotas, me siento identificado por mi recurrente problema de ojos secos y el uso de las mismas.

Pienso todo esto desde la cabina en movimiento, la lapicera impregna palabras semi-legibles en mi libreta, pero la emoción es clara, estoy en donde tengo que estar. Lo pienso, lo siento, y a pesar de no entendernos con esta familia vietnamita, nos reímos, hablamos en inglés y algunas palabras en su idioma con la ayuda del celular. Me ofrecen un lugar para sentarme abajo y no tener que estar incómodo en las camas superiores, y luego de sacar fotos y caminar por el tren me ofrecen comida, me da un poco de vergüenza pero si algo aprendí con los años es que esas cosas se aceptan, intenciones genuinas del alma de un humano hacia otro, intentando cuidar al que se encuentra en movimiento, no sé si se da en todas las culturas pero acá lo viví.

Entonces almorzamos, era la primera vez que probaba una especie de dumpling vegetariano envuelto en hojas, luego me entero que se llama Banh It o Bánh láy, una especie de pastel hecho con harina de arroz hervido que es bastante común en Vietnam. Me acuerdo entonces, que agosto es el mes fantasma en este país y muchas personas comen menos carne o ninguna por una creencia espiritual, o más bien espiritista en este caso.

No me quiero olvidar las sensaciones de ese intercambio genuino de viajeros en tren por Vietnam. Sin idioma en común, pero con un lenguaje universal, el compartir, el cariño y el amor hacia lo desconocido. Un poco lo que me pasa al viajar, el amar lo desconocido.

Les ofrezco la comida que tengo, compartimos el almuerzo, y luego un pan dulce de postre, parecido al que comemos en Argentina a fin de año para las fiestas. Después de almorzar la mujer se recuesta y yo me voy a mi cama. Intento descansar un poco, pero me dan ganas de sacar fotos, de recorrer el tren y ver el paisaje pasar.

La bamboleante luz que entra entrecortada por la ventana me invita a pensar en las sensaciones ineludibles de saberse vivo y en movimiento. Aquel instante se impregna en mis recuerdos cual fotografía sobre la película y más tarde en palabras que describen el paso andariego de un argentino inquieto por Asia.

Pienso entonces que el viajar no es solo el atravesar geográficamente los territorios, sino más bien es el caminar en un universo paralelo, en el que las leyes del movimiento se nos ofrecen como mágicas rutas que conectan puntos, emociones, y seres regidos por normas alternativas a las que tenemos en la vida diaria.

Por esto mismo creo que viajar es la más grande de las enseñanzas, quizás la más grande lección de vida. Puede que viajemos largo y tendido o corto e intenso, o no tan largo, puede ser en tren, en bus, a dedo, o en avión, no importa, las leyes divergentes del viaje se nos ofrecen alternas a lo común en cualquiera de los casos si estamos abiertos a ello.

Me dan ganas de escribir esto porque cuando salgo de mi habitación me encuentro con un mundo en el que familias, niños riendo, gritando y jugando, gente charlando y vendedores ambulantes se entremezclan creando su propia realidad paralela que se mueve conforme lo hace la locomotora.

Todo se da en el último transcurrir del día, la luz se va y puedo ver los destellos finales de un atardecer que se escapa entre montañas.

Cuando comienza el nuevo día mis compañeros de viaje se bajan en su destino final, nos saludamos, me piden que tenga cuidado, y hasta me invitan a visitarlos, de paso me mencionan que tienen una hija de mi edad, ¿Acaso una indirecta para que me case y que me quede a vivir en el medio de Vietnam? No lo sé, pero por un momento me vi viviendo para siempre en El país del Mekong en una suerte de multiverso extraño, me río por dentro y los despido.

Sigue el viaje un poco más, una familia numerosa se suma al camarote, la realidad cambió nuevamente, ahora compartimos el cuarto con tres niños y cuatro adultos, yo sigo en mi cama, ya amaneció, es un nuevo día en Vietnam.

Casi al final del trayecto me detengo un momento y pienso que las crónicas no son crónicas, sino que las mismas se pueden entender como viñetas del alma que un día se abrieron y se prestaron por un momento a revivir ese dulce andar.

Buenas noches Vietnam, y no me puedo dormir.

Buenos días Vietnam, ya estoy despierto, otra vez.

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